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Domingo. 8:00 am.
Tenía en mente volver a la ficción. Me levanté con el ánimo y la disposición para ello. Un puñado de ideas de las que echar mano para futuros relatos aguardaban peleándose por ser elegidas en el desfile del puntero. Paso al frente la ganadora. Coronada, estábamos, ella y yo, listos para la acción.
“La última vez que vi a la abuela…”.
No llevaba una sola línea cuando la realidad se impuso sobre la ficción.
Las teclas bailaban y la pantalla se nubló. Nervios en las entrañas. Algo no estaba bien. Me detuve. «¿Debo escribir esto?», pensé. No solo se movían las teclas, sino todo en derredor: cajones se abrían, cuadros golpeaban contra las paredes, cortinas se movían, la vista misma se desenfocó.
Desorientado, salí del estudio y pasé por la habitación, alertando a mi novia. Nos dirigimos hacia la entrada del apartamento.
Lo anterior podría ser el inicio de una historia —un poco cliché—. Pero, esto es más simple que recortes de ostias. Estaba temblando… y fuerte.
Nací en el suroccidente colombiano, en Pasto, Nariño. Una región volcánica en medio del Nudo de los Pastos —donde se bifurca la Cordillera de los Andes en sus ramificaciones occidental (que sigue hacia el norte) y central (que se adentra en el país, bifurcándose, una vez más, pocos kilómetros más adelante).
La ciudad se encuentra al pie de uno de los volcanes más activos del nudo: el Galeras. Podría decir que estoy acostumbrado a los temblores. No obstante, a 22 años de vivir en Bogotá, con cada año, me desacostumbro más y más.
Tomé las llaves y abrí la puerta. Seguía temblando. Nos quedamos en el umbral esperando que se cumpla la canción de Soda Estéreo. Entretanto, cruzamos miradas con los vecinos del apartamento de enfrente: una pareja mayor, disminuidos en salud y aún en sus pijamas.
Cuando pasó el temblor, volví por el móvil. Cerramos la puerta y bajamos, sin atender a los vecinos que quedaron con la palabra en la boca: “es peligroso bajar escaleras ahora”.
Ya en la calle, nos sumamos a decenas de personas. Sintiéndonos seguros, no podía dejar de pensar en la pareja que dejamos atrás: “¿Habré hecho mal?” “¿Debí ayudarlos a bajar?”
Con el 4% de carga en el teléfono, me adelanté a llamar a mi vieja. Seguro vería la noticia del temblor y, como no le conteste, desesperaría.
Al colgar empecé a notarlo.
¿Quieres conocer la esencia de las personas, sin marcas, sin maquillaje, vulnerables? Reúnelas un domingo a las 8 am en la calle, en pijama.
—¡Pero eso no es posible!
Espera a un temblor entonces.
Pijamas sugestivas y pijamas que no muestran nada. Personas arregladas y con pinta de oficina; personas con cara de guayabo1 que despertaron con el temblor. Pasaban quienes aprovecharon para pasear al perro y quienes bajaron con su gato en brazos. También, quienes ni se dieron por enteradas, con pinta de runner, ya en su segunda hora de ejercicio.
¿Yo? No puedo dormir más allá de las 7 am. Estaba como siempre en el estudio: sudadera, hoodie y tenis. ¿Mi novia? Pijama, Crocs y un abrigo que le cubría todo el cuerpo.
Algunos salen sin pensar en más. Un vecino, descalzo, en conversación con su familia, aseguró haber retornado el pasador de la puerta de su apartamento a su lugar habitual. “¡Cómo vas a hacer eso!”, le reprochaban. “Sacaste llaves, espero”. Aún escucho al cerrajero maniobrar su entrada mientras escribo esto.
En una emergencia, en la respuesta a ella, notas la esencia de la gente. Para algunos prima la seguridad, para otros la apariencia.
En medio del desfile improvisado, me tranquilicé cuando vi salir del edificio a la pareja que habíamos dejado atrás. Él, con jean, camisa, saco de lana y zapatos de senderismo. Ella, con pijama “felpuda” y zapatos deportivos.
De inmediato, se acercaron a hablar:
—Tú debes estar acostumbrado, ¿cierto? Eres de Pasto al fin y al cabo.
Sabe cositas la señora. Es de ascendencia nariñense y vivió en Pasto unos años.
Me empezó a contar de su familia y yo de la mía. Terminé hablando de mi árbol genealógico materno y de una reunión que se hizo en diciembre del ’99 en Pasto, con todos los Vela del país (y otros de España), donde mi abuelo recibió un premio por ser uno de los más longevos en ese momento. Premio por viejo, muy bien.
Al volver al apartamento, no había energía; se cortó a causa del temblor. Sin embargo, noté que las poco épicas palabras aguantaron y esperaban ser continuadas: “La última vez que vi a la abuela…”.
Como escritor, necesitas que los hechos de una historia tengan sentido, que avancen, que conecten. No hice caso a esas palabras.
Dejé de lado la ficción y empecé esta metaficción, porque la historia saltó a la realidad para autocompletarse. Una historia que empezó en digital y saltó al papel para continuar cuando se descargó la laptop, porque no aguantaba ser añadida a la lista de pendientes. La historia, que iba a empezar con la última vez que el personaje vio a su abuela, terminó conmigo hablando de uno de los últimos recuerdos que tengo de mi abuelo.
Tal vez, solo por hoy, el mundo digital no quería que hable de él y cedió el protagonismo a la realidad por presión de la vida, a causa de la tierra misma.
A veces, escribimos con una idea clara y fresca. Otras, no sabemos qué escribir. Pero no olvides que siempre puedes echar mano de la realidad para escribir tu historia —ahora sé cómo seguirá el relato de la abuela.
Solo, no esperes a un temblor para empezar a escribir. De hacerlo, asegúrate de tener la pinta adecuada para la ocasión.
¿Cuándo fue la última vez que usaste tu realidad en un relato?
Nos leemos en la próxima.
Escribo sobre cómo la tecnologIA impacta al arte, la cultura y a nuestra forma de pensar. En ocasiones, se cuelan relatos que no aguantan ser contenidos. Cualquiera sea el caso, suscríbete para no perderte ninguno.
Resaca.
Me encanta la idea, uso la realidad siempre, luego la ficción...
Gracias por tu relato, ame oírte tú voz...
Yo también vivo en una ciudad con terremotos, en Granada, España...